Identidad judía

Testimonios

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Ahara Nazareth, Cáceres “Soy judía desde que tengo consciencia”

Me llamo Ahara Nazareth y soy judía desde que tengo consciencia. Lamentablemente, no a nivel institucional ni con el reconocimiento de una sociedad ni con la formación o los credos propios del Judaísmo, pero sí mental y emocionalmente, gracias a mis padres y a la educación y conocimientos que me han trasmitido desde que nací. Mis padres fueron criados en una cultura cristiana católica, y su juventud transcurrió en ese entorno familiar propio de la mayoría de familias cacereñas en aquellos tiempos y hasta se casaron, jóvenes como eran, por el rito cristiano católico.

No fue hasta después de casados, teniendo mi padre alrededor de veintidós años, que, investigando sobre sus raíces familiares, llegó a la conclusión de que tenía antepasados judíos, y así empezó a estudiar el Judaísmo, obviamente limitado por los pocos medios de la época, pero con paso firme, hasta que un día decidió que se quería convertir. Mi madre le siguió sin dudarlo.
De su matrimonio nacieron dos niños: Mi hermano mayor, Jacob, y yo.

Tengo recuerdos desde pequeña de celebrar el Shabat, de la oración antes de comer, de mi padre leyéndonos los Salmos (los leía cantando) al pie de la ventana mientras mi hermano y yo nos quedábamos dormidos escuchándole, de recibir enseñanzas de mi padre basadas en la palabra de Dios…

Soy consciente de que mi padre era autodidacta en todo esto y de que seguramente no practicábamos bien los ritos y costumbres (nadie le enseñó y muchos de ellos ni los conocemos), pero siempre lo hizo y lo hace con todo el cariño y amor por sus hijos, intentando transmitirnos su pasión.

Así pues, desde que tengo consciencia, tal y como he dicho, más allá del formalismo de las instituciones y el reconocimiento de la comunidad judía como una más, me siento plenamente judía. Obviamente deseo formalizar mi situación y dar todos aquellos pasos necesarios y que me faltan dentro de la comunidad para poder ser también formalmente, y no sólo mentalmente, reconocida como tal.

Pero volviendo a mi pasado, debo decir que mi experiencia no ha sido ni es fácil.

Desde el primer momento, siempre hemos sido advertidos por mi padre sobre los riesgos de decir abiertamente que somos judíos,sobre todo en mi ciudad, Cáceres, y ello por la falta de comprensión, el miedo a lo distinto y los prejuicios de esta sociedad, todo ello consecuencia de lo que considero falta de cultura y educación.

Así lo he vivido en mis propias carnes:

Una profesora de un colegio público se empeñaba en hacer que los alumnos rezasen el Padre Nuestro, siendo que cuando yo no lo hacía se metía conmigo y con mi nombre, siendo precisa la intervención de mis padres.

He sufrido los ataques de padres de amigos de la infancia tras contarles, toda confiada yo, que era judía.

He visto mi nombre y el de mi hermano pintados en la fachada del colegio llamándonos “cerdos judíos”.

Mi padre se ha tenido que defender de vecinos que le insultaban porque tenía la estrella de David en su casa.

Hasta familiarmente hemos sentido el desprecio. Sin ir más lejos, la familia de mi madre, sobre todo, no aceptó que no se nos bautizase ni se nos educase en el catolicismo, sufriendo desplante tras desplante.

Podría contar muchas más anécdotas, pero creo que no es necesario. Todos nos hacemos a la idea de cómo se puede comportar la gente frente a alguien que es distinto a ellos. Todo es prejuicio y ninguna gana de conocerte como ser humano más allá de la imagen que ya se han formado.

Y así llegamos a mi mayoría de edad.

Como consecuencia de mis experiencias anteriores, he mantenido reservas y precaución, y realmente poca gente con la que he coincidido ha sabido que era (o me sentía) judía. El tiempo me ha dado la razón al ser reservada. Ejemplos hay muchos:

No sólo la gente critica sin conocimiento sobre temas religiosos, sino que es habitual escuchar comentarios despectivos en conversaciones de terceros sobre el asunto palestino-israelí, comentarios de personas que creen saberlo todo cuando en realidad no saben nada. Hasta yo misma no me siento con libertad para hablar de ello por miedo a equivocarme. Sin embargo, en este asunto casi todos opinan y pocos con objetividad, denotándose un desprecio hacia el pueblo judío que no tiene fundamento. Con respecto a utilizar la palabra «judío» como insulto ya ni hablamos.

Pero seguro que esto que cuento no les suena extraño.

Esta situación no es fácil de llevar en una ciudad como Cáceres.

Supongo que en una ciudad más grande seguramente hay comunidades enraizadas en las que sus miembros se conocen, se reúnen y se apoyan.

Esto no sucede en mi ciudad.

Aquí no hay una comunidad judía, al menos que yo conozca. Por no haber no hay un sitio al que acudir o donde reunirte con tus semejantes en busca de apoyo, consejo, o ya sencillamente para hablar u orar. En la parte antigua de Cáceres existe una zona denominada el «Barrio judío», pero de lo que antaño fue la zona de residencia de los judíos de mi ciudad, ya sólo quedan cuatro piedras conmemorativas y una sinagoga transformada en ermita. No hay posibilidad de celebrar en comunidad las festividades judías. El hecho de celebrarlas en soledad o con tu familia cuando puedes coincidir con ellos hace que valores y añores aún más la existencia de una comunidad.

Lo cierto es que a mis treinta y un años no he sido iniciada, al igual que mi familia, en la comunidad judía como un miembro más pues ni siquiera hemos tenido acceso a un rabino, a una escuela, o a una formación básica que acabe llevando a la integración en una comunidad. La soledad ha sido lo habitual, y no ha sido hasta ahora, gracias a las nuevas tecnologías, que poco a poco voy conociendo personas que me ayudan a abrirme camino. Paso a paso.Sin prisa pero sin pausa. Añoro lo que nunca he tenido: una comunidad judía de la que sentirme parte. Mi más inmediato sueño, mi mayor deseo, es visitar Israel: siento la imperiosa necesidad de pisar la tierra que considero mi hogar, mi nación, y si puedo ayudar, ya sea en calidad de voluntaria, o de cualquier otra manera, mejor aún.

Igualmente deseo poder ayudar a aquellos que se encuentran en mi situación, poder decirles lo que deseo fervientemente que alguien me diga a mí: que no están solos, que tienen hermanos que les comprenden y les apoyan, y que sólo tienen que extender la mano. Sé de la dificultad de todo esto, pero como ya dije, paso a paso.

Y por supuesto, espero finalmente llegar a ser miembro de la gran familia judía. Con su ayuda espero lograrlo. Shalom.

Ahara Nazareth

Miriam, Asturias, "El vástago"

Mis hermanos y yo nacimos en París en los años 1960, de padres emigrantes de Santander. Nos criaron como niños españoles: un día volveríamos a España y todos teníamos que estar preparados, eso sí. Aunque según mis padres, no fuéramos como los demás españoles, ya que nosotros no éramos católicos. Me intrigaba mucho, porque ¿qué otra religión había en España? Toda mi familia rechazaba a la Iglesia. Era sinónimo de intolerancia, con la Inquisición, y de ignorancia, por el apoyo a la dictadura franquista. Los principios de la religión eran bonitos pero la Iglesia no los respetaba. Un paladín del ateísmo liberador, del humanismo secular: así se consideraba mi familia.

Por otra parte, al llegar a Francia, mis padres conocieron a judíos. Siempre se refirieron a ellos con benevolencia, mas con una mezcla de admiración y de compasión: «No verás a un judío obrero», comentaba mi padre; o «Cuánto ha sufrido esta gente», decía mi madre. También era filosemita mi tío paterno. Vivía en San Sebastián, donde tenía a su mejor amigo. Era un científico de origen judío húngaro, que fue adoptado por una familia española durante la II Guerra Mundial. Sería el único judío de esa ciudad.

Así que, cuando a los 15 años, me dijo un primo materno que posiblemente seríamos de origen judío, no quedé sorprendida ni traté de indagar el tema.

Cuatro años después, en la universidad de París, al conocer a un chico judío francés, Patrick, sí que empecé a informarme activamente. Salimos juntos durante 6 años. El me abrió los ojos, alegando que mi madre era «marrana». Estaba obsesionada con los estudios, el progreso, la libertad de conciencia. Tenía todo, según él, de una madre judía: quería que sus hijos salieran abogados o médicos y que se ganaran bien la vida. Mi padre era comerciante y eso, según Patrick, no era una profesión típica de emigrante.

Patrick me enseñó el judaísmo: la historia, las tradiciones, las diferencias entre askenazíes y sefarditas de Norte África. Dejé de comer cerdo. Leí mucho. Pero sufrí del rechazo de la madre de Patrick. Ella no sabía nada de España y menos de los judeo-conversos. Sospechaba que su hijo estuviera preparando mi conversión al judaísmo con vistas al matrimonio y dudaba de mi sinceridad.

Por fin dejamos de vernos. Acabé la carrera y encontré mi primer trabajo en un banco de Wall Street, en Nueva York. Allí, nada más llegar, me granjeé la amistad de una compañera de trabajo americana, Judith. Ella me convenció de estudiar hebreo y Talmud Torá. Eso hice. Bajo el amparo de su familia, ortodoxa moderna askenazi, empecé a practicar. Me aconsejaron una sinagoga llevada por rabinos argentinos. Ellos me propusieron una conversión formal al judaísmo, para poder un día casarme con un judío y tener hijos reconocidos como tal. A eso aspiraba yo precisamente.

A los 27 años, me convertí al judaísmo. Me encantaban los EEUU: allí nadie se extrañaba de que fuera española y judía. Allí no me preguntaban con aire sospechoso cómo podía ser eso, ya que España había rayado de su mapa a los judíos. Yo no tenía historia familiar que contar para justificar mi apego al judaísmo. Después regresé a París, donde me sentí incomprendida por ese motivo. No encajaba en ninguna de las comunidades judías: con la askenazi, asimilada, ni con la sefaradí del Norte de África. Ambas estaban convencidas de que la Inquisición, al prohibir los ritos judíos, había conseguido suprimir toda identidad judía. Me miraban como un bicho raro.

Afortunadamente, conocí a un «Grand rabin», un rabino francés muy sabio que me comprendió enseguida. Me calificaba de «milagro histórico». Me dirigió a una sinagoga «liberal” acogedora.

Después conocí a un chico francés. Nos casamos hace 20 años. A pesar de ser católico practicante, comprendió mi historia y aceptó que nuestros 3 hijos fueran judíos. Los tres han hecho su bar/bat mitsva.

Nuestros tres hijos y mi esposo vivimos en París. Viajamos a España cada mes.

Ahora que en España hay apertura sobre un estudio más objetivo de la historia, sé que desciendo de judeo-conversos por ambos padres. Parece ser que los antepasados de mis abuelos maternos serian de Oviedo y que se refugiaron en las remotas montañas de Asturias para huir de la Inquisición. Por parte de mi padre, su madre era probablemente de origen judío también. El padre de mi abuela se llamaba Elías Tijera. En la Edad Media, en Cantabria, «Tijera» correspondía a una profesión de judíos, como otros trabajos artesanos (platero, zapatero…).

Por cierto, llamé Elías a uno de mis hijos. Mi hija se llama Ariadna Judith, recordando a la amiga neoyorquina que tan generosamente me abrió la puerta de nuestra religión. Mi último hijo se llama Natán. Uno de mis libros de referencia es Fear no evil, de Nathan Charantsky. Resistió 9 años en el Gulag gracias a su fuerza mental, arraigada en el judaísmo. Es un ejemplo para mí.

Ahora que en España hay apertura sobre un estudio más objetivo de la historia, he encontrado indicios de que desciendo de judeo-conversos. Por parte materna, la familia tiene apellidos conversos y desciende de las montañas de Asturias, donde los conversos huian de la Inquisición.

He dado nombres hebreos a mis hijos. Uno de ellos se llama Nathan, en referencia al libro Fear no evil, de Nathan Charantsky, matemàtico y politico israeli. Resistió 9 años en el Gulag gracias a su fuerza mental, arraigada en el judaísmo; todo un ejemplo para mí. Mi hija se llama Judith, recordando a la amiga neoyorquina que tan generosamente me abrió la puerta de nuestra religión.

Creo que mi destino es transmitir el judaísmo. Intuyo que algún anus de mis antepasados rezó mucho para que, un día, sus descendientes practicaran el judaísmo de nuevo. ¿Quién sabe?…

Míriam

Gustavo Ramírez Calderon, Costa Rica “Las mujeres de las cuales nací”
Cuando comencé a estudiar a mis ancestros tenía el rompecabezas de un cuadro quenunca había visto, con piezas que no conocía.
 
Bien, resulta que me habían recomendado varias personas que siguiera exclusivamentela línea materna para determinar si era o no era judío. Claro que yo me siento judíodesde antes de los 10 años. Recuerdo las muchas veces que sin saber de dónde, orabacolocándome un manto sobre la cabeza, y era claro que nunca había visto un talit,menos orar con un manto en la cabeza, nací para la época en que ni las mujeresentraban a la iglesia con algo sobre su cabeza.
 
Estas cosas mi madre las alentaba; para cuando cumplí más o menos 20 años, ellatrabajaba impartiendo clases de español en un colegio Judío de la capital, no recuerdocómo llego a hacerlo, solo que lo hacía. En esos años me regaló mi primer talit, laprimera kipá y el primer Sidur. Hace más o menos 25 años y para 1995 me regaló miprimer par de Tefilim.Así que yo era judío y no me importaba mucho demostrárselo a nadie. En fin, una cosaes sentirse judío y otra ser parte del pueblo judío en recto sentido, también estabaclaro que -formalmente- no soy judío, aunque materialmente así es como me siento.
 
Comencé a ensayar la línea materna y de pronto tope con una pared cerca de los años1600 con mi abuela trece, me di cuenta que estaba siguiendo una línea incorrecta,porque descubrí dos familias para la misma época con los mismos apellidos, losmismos nombres pero que una de ellas no contenía la línea materna directa.Desafortunadamente con esa línea ya había invertido tiempo, esfuerzo y dinero.
 
Cuando descubrí el error tuve que devolverme hasta finales del siglo 19, con lafrustración del error en la mano; decidí no demostrar nada a nadie y dedicarme amontar el árbol genealógico de toda la familia, con calidad y esmero pero solo parasatisfacer mi curiosidad y la que ya había logrado despertar en mi familia; pues sabíaque era judío por mi madre pero quería demostrarlo para mi padre y la esposa de mihermano y fue así cuando descubrí los círculos que se cerraban tanto en el ladopaterno como en el materno, lo que en otro artículo conceptualicé como una especiede endogamia familiar de 300 años de antigüedad. Fue ahí donde se me presentaronlas piezas que faltaban para seguir derecho hasta la abuela 15 de la línea maternadirecta y reconstruir mi filiación materna ascendente a partir de 1580 con MaríaPereira Cardoso.
 
Clara, Barcelona, “Judía sin miedo” (con la introducción de Mario Sabán)

Introducción de Mario Sabán.
Conocí a Clara hace ya varios años en mis cursos de cábala en Barcelona y siempre sentí el cariño que transmitía hacia el judaísmo. Sin embargo, hasta sólo un mes, en una confesión privada en su casa me relató la historia criptojudía de su familia. Hace años que venimos trabajando en Tarbut Sefarad para unir a todos los descendientes de los judíos conversos forzados, y nunca pensamos que el criptojudaísmo se hubiera sostenido tantos siglos hasta llegar a nuestros días. Muchas veces creemos que el tema de los conversos o marranos es un asunto relegado a la historia; sin embargo, a lo largo de estos años hemos descubierto, para nuestra sorpresa, que miles de familias españolas saben y otras miles intuyen su ascendencia hebrea. El trabajo que estamos realizando, y con esta carta de mi amiga Clara queda patente, no es el recuerdo arqueológico de los sefardíes dentro del judaísmo, sino algo mucho más grande: el renacimiento judío de España.

Este trabajo no se fundamenta en la recuperación de un pasado olvidado, sino de un presente muy real y de un futuro promisorio. No sólo son sefardíes aquellos que, como mi familia, tuvieron el privilegio de sostener la judaísmo después de 1492 fuera de la Península, sino que es sefaradí y profundamente sefardí el descendiente de aquellos judíos que no optaron por la expulsión, sino por la conversión. Ha llegado la hora de que el criptojudaísmo que ha sobrevivido vuelva a unirse al pueblo de Israel. Gracias, querida amiga Clara, porque tu testimonio será un estímulo para muchos miles de españoles que, aún por miedo, ocultan su origen judío.

En las tierras de Sefarad, en los últimos días del año 5773, 16 de agosto de 2013.

Mario Sabán

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Judía sin miedo

Shalom a todos:

Me presentaré con pocas pero hermosas credenciales, me llamo Clara y he tenido el honor de haber sido alumna de varios profesores y rav de Kabaláh. En la actualidad tengo el privilegio de ser alumna de Mario Saban, pero, aunque tendría mucho de qué hablar sobre este tema, por todo el bien y conocimiento recibidos, hoy necesito comentarles otro asunto que me parece más urgente, o cuanto menos mucho más apremiante.

Ante todo, y lo repetiré a lo largo de este texto, lo orgullosa que me siento de tener raíces judaicas y cuan judía sé que soy. Aunque al principio… Mi niñez fue atípica, mi padre era y es artista – pintor para más señas -. ¿Y eso justificaba que en mi casa estuviera prohibido hablar de religión? No, no podía ser eso, pues el siempre ha sido responsable, pacifico y pacifista y muy comedido, entonces que pasaba con ese tema…

Tanto mi hermana como yo, íbamos a impecables colegios laicos.

Cuando viajábamos por España o Europa mi padre nos enseñaba los lugares de culto desde un punto de vista meramente artístico. “Mira qué maravilla de retablo gótico», «fíjate en la simpleza pero solidez y belleza de esa iglesia románica»… Y yo, claro, desde muy pequeña aprendí a amar el arte, pero… (mi vida estaba llena de interrogantes en esa época) yo sentía que en esos “lugares” había algo más. No eran las vírgenes, ni los santos, no eran las imágenes por bien hechas que estuvieran lo que percibía, era la presencia de Algo Superior que abarca toda la realidad. Además notaba en la mirada de mi padre un sentimiento de piedad que disimulaba detrás de sus magistrales clases de arte y arquitectura. Yo quería preguntarle acerca de todo aquello, pero pese a nuestra cercana relación, no sabía por dónde empezar, ni cómo hacerlo.

No fue hasta mis doce años y casi por accidente cuando me enteré, no solo de la fe que calladamente y en soledad profesaba mi padre, sino incluso de sus intensas creencias, así como de sus miedos más profundos.

Era sábado, no recuerdo el mes exacto, pero hacía frío, diciembre casi seguro, había salido con él para ver anticuarios. Íbamos por la calle Baños Viejos de Barcelona y de repente en un escaparate había un enorme y magnífico candelabro de siete luces, primorosamente labrado, hecho de plata y decorado con hermosas gemas talladas e incrustadas a lo largo de los curvados brazos que lo formaban, quedé maravillada ante aquella pieza de orfebrería, le pedí a mi padre que entráramos en la tienda para preguntar el precio del magnífico objeto, “se lo podemos regalar a mamá, en casa quedará precioso”, dije inocente. “¡No!” contestó él de forma tajante, “no entrará una Menorah en nuestra casa” “¿una Menorah?” Pregunté. “Yo hablo del candelabro”, el respondió seco de nuevo, “no es un candelabro cualquiera, se llama Menorah”.

Mi padre era muy generoso y me concedía prácticamente todos los caprichos y más si eran tan artísticos, tan hermosos, entonces ¿Por qué se había puesto tan serio de repente? ¿Por qué ese tono tan severo de pronto? ¿Por qué llamaba a esa hermosa pieza con ese nombre tan ajeno para mí, pero a la que él denominó de forma tan familiar, tan conocida?

Me cogió de la mano, sacándome de aquel escaparate. Vayamos a merendar, vas a coger frío, además tengo que contarte algo, no sé si es el momento adecuado pero ya que las cosas han surgido así, “es que tenía que pasar” me dijo inquieto. Estaba pensativo, andamos callados (raro en nosotros) hasta un bar detrás de la Plaza del Pino y allí después de pedirle al camarero lo que queríamos tomar y que este nos lo trajera me explicó: Mira Clara, todos tus antepasados por parte mía, incluido yo, somos judíos, pero tú tienes prohibido serlo. Era la primera vez que me prohibía algo y más con ese tono. Pero… objeté: yo… no… volvió a cortarme él, pero… insistí de nuevo. Yo entonces tengo mucha sangre judía también, y mucha, contesto él con ternura, “incluso tu físico lo es, prosiguió. Entonces ¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora? ¿Por qué no puedo serlo? Le interrogué yo. “Porque en todas las épocas han existido y existirán personas que quieran derramar nuestra sangre, solo por eso, por ser judíos. Prométeme que tú nunca te convertirás al judaísmo“. Me dijo triste. Pero yo quiero saber más, le dije, y él asintió.

Hablamos durante casi 3 horas de los principios del judaísmo, de algunas de sus costumbres y claro de la Menorah, el hermoso candelabro que había sido la causa de aquella revelación. Yo estaba fascinada, el también, no podía evitarlo y yo tampoco. Ante mi, se había abierto un mundo inmenso, algo que yo sentí como “mi mundo” instantáneamente.

Espontáneamente le exprese que yo necesitaba pertenecer a esas costumbres, a ese Dios del que me hablaba, ahora todo tenía más sentido para mí. No replicó él. “no es tu mundo, no debe serlo”.

Volvió el silencio entre los dos, un aire distante oscureció su cara, siempre sonriente y regordeta (Excepto aquella tarde).

Pasados unos minutos, que en esas circunstancias tan extrañas me parecieron una eternidad hablo nuevamente, cuando lleguemos a casa tengo que enseñarte algo y entonces lo entenderás perfectamente el porqué te pido que este tema del que hemos hablado hoy debe quedar en secreto y porque te digo que no debes ni volver a pronunciarlo.

Llegamos a casa, corría el año 1974, entró en su estudio, yo le seguí obediente e intrigada. Escondido detrás de sus maravillosos libros de arte, sacó uno, estaba envuelto, aunque en extranjero, el título creo que podía traducirse por “Deportación”, recuerdo como si fuese hoy las fotografías que contenían ese libro. Eran sobre los horrores de los campos de concentración nazi, pude a través de cada una de aquellas horribles imágenes observar el terror y la tristeza de mi padre, yo solo podía llorar ¿Qué era todo aquello? ¿Como se había llegado a eso? ¿Como lo habían consentido? El interrumpió mi monologo interior, y me dijo: “Ves lo que te decía, el único pecado que cometieron estas personas fue en su mayoría ser judíos, solo por eso se les hizo todo tipo de torturas, se les asesinó, solo por ser judíos”.

Su voz enérgica era ahora casi un susurro: “¿Entiendes lo que nos hicieron? ¿Y lo que podrían hacerte?”. “¿Pero eso paso hace años no? (yo nací en 1962). “Pero puede volver a suceder”, contestó; había recobrado la energía, que ahora casi parecía odio. Los sonidos que salían de su garganta mostraban tanto miedo como indignación.

Me miró como buscando una respuesta, mi juramento solemne de que no indagaría más, el ambiente se volvió tenso por mi silencio. Entonces él, entono su timbre de voz habitual dulce y cordial y casi suplicante me dijo: “no te hagas judía Clara, prométemelo”.

El que me conocía bien presentía o sabía por mandato directo del corazón que aquella revelación de tan solo unas pocas horas antes, había hecho girar todo mi mundo 180 grados, pues pese a mi corta edad yo ya buscaba sentido a mi vida, más allá de sacar buenas notas, tener amigas o ser una hija obediente.

Callé por respeto y obediencia, baje la mirada, es todo lo que puede responderle. Aquella noche no pude casi dormir, estaba horrorizada por las fotografías del libro, pero tremendamente emocionada por la sensación que yo ya presentía, la de pertenecer a Algo por encima de todo y como yo decía en aquella época, ese Algo que hacia tanta compañía, aunque no se le viera físicamente.

Pasaron los años, fui haciendo averiguaciones y acercándome a mi descubierta y hermosa religión. A los 20 años, y no con mucho pesar por desobedecer a mi padre, empecé a estudiar Kabaláh Hebrea, la cual se ha convertido en mi principal alimento espiritual. Estoy en ello desde hace ya treinta años, feliz de servir al Creador en lo que puedo, pese a mis muchos defectos que con su inspiración intento pulir.

Cuando hablo con mi padre de este tema, ahora que ya han pasado tantos años, el me continua expresando su terror, pero en el fondo sé que me entiende y le llena de orgullo mi decisión aunque no la exprese verbalmente.

La Torá, Cordovero, Luria, Cohem de Herrera, Jose Gikatilla, Luzzato, Najman de Breslov, Kaplam, Moseh Idel y tantos grandes e iluminados hombres han sido mis consejeros en forma de tinta y amor. Mario Satz, Mario Saban, Rabí Moises,mis amados maestros encarnados (A TODOS MI ADMIRACION Y PROFUNDO RESPETO), yo no quiero, ni vivo con miedo por ser judía, lo descubrí tarde ¿pero existe tiempo para encontrarse con El?

Estoy muy feliz con mis raíces, he viajado varias veces a Israel y siempre me late fuerte el corazón, cuando el avión aterriza, siempre es como si fuese la primera vez y por otro lado como si llegara a casa después del exilio, es algo muy extraño. Cumplir cada año con el mandamiento de “Contar el Omer” se convierte en la época más feliz del año. No he perdido amigos por ser judía, tengo amigos de diferentes cultos, incluso he vivido en varios monasterios budistas. Solo les pido a mis amigos que procuren ser seres de paz y miren siempre a lo Más Alto.

Yo, por mi parte, intento limpiar cada día ese jardín que es mi vida, y para que no se le hagan malas hierbas intento ayudar a los demás hasta dónde puedo y hasta donde sé.

Por lo demás, y a modo de epílogo, decir una vez más: “soy judía y feliz por ello, no lo soy por tradición, sino por decisión”.

Bendiciones y todo lo mejor a mis hermanos repartidos por todo el mundo.

Clara

Julia Abascal Rojas, Córdoba, “Los Rojas somos hebreos”

Mis abuelos me explicaron que los Rojas somos judíos, pero que era algo que se debía tenerse muy en secreto. Explicarlo suponía tener problemas y ser perseguidos, meterse en líos…, según decían ellos. Los abuelos me relataron que la familia Rojas recorrió Latinoamérica, Italia, los Países Bajos, por ser perseguidos por judíos y que luego regresaron a España.

Me hablaban de la época dorada de las juderías de Andalucía, Castilla o Cataluña. Me hablaban de los judíos que se dedicaban al comercio en esas juderías.

Pero no se podía hablar rato del judaísmo en la casa de los abuelos, porque tenían miedo a ser escuchados. Pedían que se bajase la voz y afirmaban «Las paredes oyen» o expresiones similares.

La casa de los abuelos Rojas estaba entonces en la judería de Córdoba, aunque ellos la llamaban barrio hebreo. A los judíos les llamaban israelitas o hebreos, en vez de judíos. Al d’s de Israel le llamaban Yahveh. Creían en ese d’s y rechazaban a la Iglesia católica y a Jesús por los crímenes de la Inquisición contra nosotros.

Me siento totalmente judía, debería decir hebrea o israelita que es el nombre que se utilizaba por los abuelos Rojas. Sólo creo en Yahveh (que es como le llamaban en casa a d`s), rechazo otros dioses (Jesús, etc.) (en casa los Rojas no querían ni pasar por delante de las Iglesias y miembros de la familia no acudían a las celebraciones cristianas de los familiares), enciendo dos velas en el crepúsculo del viernes y guardo el Sabat descansando, leo la Torá en Sabat, no como cerdo (no lo comían en casa) y tengo una mezuzah en la entrada de casa…

Reconozco que las otras fiestas las tengo presentes, pero no paso de eso…

Espero que este texto que escribo desde la discreción sirva para que otros Rojas aprecien su sangre judía y regresen al judaísmo, al d’s verdadero de los hebreos: Yahveh.

Julia Abascal Rojas
natural de Córdoba, 50 años

Esther, Albacete, "encajar las piezas del rompecabezas"

En ocasiones mis padres se ponen de acuerdo en quien eligió mi nombre y aseguran que fueron ambos. Dudaban entre Ruth, Raquel y Esther y con este fue que me inscribieron en el registro civil de Palma de Mallorca. Semanas más tarde quedó relegado a un segundo puesto bajo las aguas bautismales de la parroquia de San Esteban, por la voluntad de un párroco que se negaba a darme la entrada a la iglesia católica con tan judío nombre, de forma que puso como condición anteponer María para que quedara algo más cristiano.

A causa del celo de aquel cura, relleno los formularios oficiales con mis dos nombres, aunque nadie me llame así. Sólo respondí por ese Mari Esther al llamado de mi abuela Carmen, con quien hice el pacto de chincharnos mutuamente y así, hasta su muerte, yo nunca la llamé abuela y ella nunca me llamó sólo Esther.

Mi madre me hizo conocer el mundo judío, aunque la puerta que me abrió fue la de la destrucción y la muerte en la Shoah. Durante años ella trabajó en un centro oficial en la organización de las primeras conmemoraciones oficiales del 27 de enero en Madrid y gestionaba, a golpe de fax y teléfono, los viajes a España de los ya últimos supervivientes del Holocausto cuando venían a dar su testimonio.

Fue mi madre la que me preguntó si quería ir a una reunión que se organizaba de manera informal sobre medicina y Holocausto. El encuentro tuvo lugar en el verano de 2010 en un precioso piso en la calle Zurbano de Madrid que funcionaba como la sede provisional de Casa Sefarad hasta que inauguró la sede actual de la calle Mayor. Fue la primera vez que escuché del horror y sin quererlo o sin saberlo, empecé un camino que no he abandonado desde hace 13 años, leyendo, formándome, organizando conferencias, seminarios, escribiendo, coordinando libros, aprendiendo y enseñando sobre la medicina en esos años negros.

No se si mi madre recuerda esta historia, pero siendo yo muy pequeña escuché cantar una cancioncilla popular que decía: «cuando llueve y hace sol sale el arco del señor, cuando llueve y hace frío sale el arco los judíos…» Le pregunté cómo era ese arco iris, porque nunca lo había visto y tenía mucha curiosidad. Ella me dijo que ese otro arco era muchísimo más bonito pero que era muy difícil de ver. Desde entonces cada vez que llueve y hace frío lo busco por el cielo, con la esperanza de encontrarlo alguna vez, porque las madres nunca mienten y menos la propia.

Y así pasaron los años. En una de las conferencias que coorganicé sobre medicina y Holocausto, era Praga en septiembre de 2016, compartí mesa con una pareja de israelíes que se convirtieron con el tiempo en amigos: de origen lituano y sudafricano ella y él de origen sefardí. Derivó el tema de conversación a algunas costumbres cripto-judías en España y conté yo que mi abuela materna cocinaba los viernes de Semana Santa para el viernes y el sábado platos de acuerdo al kashrut, en un sincretismo católico gastronómico tradicional, repitiendo recetas que se hundían cientos de años en la cocina española.  El me comentó que otro tema muy cripto-judío eran las velas. Aquella velada descubrí por qué mi otra abuela encendía velas en el suelo, cerca de la chimenea o al lado de los fogones, costumbre extendida por otros pueblos de la zona de la sierra de Alcaraz en Albacete, de la que mi familia paterna y según los registros parroquiales que he consultado no se movió en al menos 400 años.

Mi familia ha mantenido costumbres judías siglos después de su conversión al catolicismo, fuera forzada o sincera. ¿Qué tiene tanta fuerza como para perdurar cientos de años?

Quiero conocer más profundamente la cultura y religión de mis antepasados, que tan arraigada estaba como para permitirme encontrar huellas en forma de recetas y velas.

Es tiempo de desvelar el secreto.

Quiero encajar las piezas de este rompecabezas.

Quiero encontrar ese arco iris entre la lluvia y el frío.

Marianne, México, "la amnesia como refugio"
Soy una mexicana de origen judío español por parte materna, con los apellidos Benávides y Montemayor. La familia de mi madre descendía de judeoconversos del estado de Nuevo León, uno de los 32 estados que componen la federación de México.

Nadie le habló a mi madre claramente de sus orígenes judíos. Su familia le contaba sólo cosas aisladas. Pero mi madre lo intuyó e indagarlo supuso un juego de pistas.

Por ejemplo, la endogamia: “tenemos que casarnos entre nosotros, que, si no la raza se va a descomponer, no vamos a saber de dónde venimos”. Mi familia materna se repartía entre 4 ranchos. Casarse entre primos era habitual, hasta el primer matrimonio mixto, el de mi abuela con mi abuelo Ochoa.

En el rompecabezas familiar que mi madre armó, con huecos, también estaba la idea que “Dios existía, los mandamientos también, pero no los del catolicismo”, sin especificar la alternativa en la que creían. Tengo claro que, en mi familia materna, nunca fueron católicos.

Respecto al Estado de Israel, mi familia es pro-Israel, nunca pro-árabe, por costumbre. Mi madre decía que le habría encantado viajar a Israel.

Otros rasgos de identidad conversa eran las profesiones en mi familia materna, centradas en el mundo de la joyería, y sus hábitos de alimentación: no comían cerdo, sino cordero, pollo y res.

La historia de los Estados Unidos de México está muy vinculada con los judíos españoles y portugueses. Los fundadores del estado de Nuevo León fueron judeoconversos. Durante el virreinato español (1521-1821), se ofrecieron terrenos que no estaban ocupados. Ellos poblaron esta tierra hostil, un desierto muy al norte, escaso en agua. Del tribunal de la Inquisición, parece ser que mi familia materna no sufrió tanto (a pesar de la vigilancia y del acoso), por haber optado por la conquista y por el olvido de su historia. La amnesia se vive como un refugio, el olvido de la identidad y cultura familiar, como una forma de pasar desapercibido; solo quedaron hábitos sin estructurar ni explicar.

Mi madre fue la que más tuvo la fijación judía en su familia. Su intuición judía fue solitaria. De niña, mi madre me llevó a una comunidad judía, con intención de retornar a la religión de sus antepasados. Pero sólo encontró rechazo.

Mi madre se llamaba Enriqueta Ochoa Benávides (1928-2008). Fue una gran poetisa mexicana, medalla de oro de Bellas Artes en 2008, la medalla entregada por la secretaria de cultural federal y el Instituto de Bellas Artes de México a creadores de danza, teatro, música y ópera, literatura, artes visuales, arquitectura y patrimonio.

La amnesia de los descendientes de judeoconversos le inspiró a mi madre un mundo de sueños y de religiosidad. Fue inspirada, entre otros poetas, por místicos judeo-conversos como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz. En su obra “Las urgencias de un dios”, describió a dios como un hijo que llevamos en nosotros y que va creciendo. La Iglesia lo tipificó como una poesía blasfema. Mi madre no coincidía con el catolicismo.